
Ha sido su jefe, un chico mayor de dieciseis años, el que les dijo que la imponente montaña del fondo se llamaba Bintumani.
- ¿Bintumani, Bintumani, donde escuché ese nombre? - se pregunta, sin apartar sus ojos brunos de la cima azul.
Esa noche el hachís es liberiano. No traga el humo. Finge alegría y alienta a sus compañeros a beber más. Al amanecer una fina lluvia cae sobre el cobijo de palmas donde todos los cuerpos desperezan la modorra. Todos menos uno. Ninguno advierte que a su abandonado Kalashnikov le falta el cromo.

Una piel infantil, más oscura que el azabache, atraviesa corriendo la jungla. Sabe que si le atrapan le amputarán las extremidades pero ahora no le mueve el miedo sino la ilusión de unas frases recuperadas por la memoria. Las repite una y otra vez como lo más sagrado.
"Pasando el Bintumani hay tierras donde no existe nuestra guerra y en ellas comienza un desierto de arenas casi infinitas. Atravesándolo, siempre hacia el norte, se llega a una estrecha lengua de mar. En la otra orilla hay un pudiente reino de fútbol y en su capital juega Roberto Carlos, nuestro ídolo. Un día, hijo mío, te llevaré a verlo."
Sus pies devoran la distancia y, de vez en cuando, toca la estampa y sonríe, confiado, al horizonte.